Una temporada en el infierno

Al final de la infancia —tenía doce años—,
estuve interno en uno de aquellos terroríficos
colegios religiosos de la época. Era
inhóspita y muy fría la ciudad en que alzaba
ese centro sus muros carcelarios. Tras ellos,
pasé yo un curso entero, solo, desesperado,
entre dómines crueles y extraños condiscípulos.
Me acuerdo, más que nada, del larguísimo invierno:
nieve triste que cae sobre unos patios tristes,
humedad minuciosa que hasta los huesos cala.
Sufrí allí lo indecible. El corazón de un niño
puede albergar a veces todo el dolor del mundo.

Pero también conservo de aquel infierno helado
unos pocos recuerdos hermosos, cuya luz
inextinguible siempre me acompaña y me salva:
una vez por trimestre me daban el aviso
de que había venido mi madre a visitarme.
Yo acudía corriendo a la sala sombría
en la que me esperaba. Y, tras abrir de golpe
la puerta, la veía. Era verdad, era ella,
joven aún, bellísima, cerca de mí, a mi alcance,
llena de abrazos, besos, risas, dulces palabras.

ELOY SÁNCHEZ ROSILLO

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