Cuando este mismo árbol
-yo era chiquito-
apenas comenzaba a frutear,
le cortaba sus duraznos aún verdes.
Las ardillas se los comían
o los pájaros los picoteaban
si esperaba a que maduraran.
Sigue dando frutos,
priscos, dulces,
se caen de maduros;
ya nadie los corta tiernos.
Miro el árbol duraznero,
se me hacen agua los ojos.
Y el árbol me mira
a través de los nudos de su tronco
con ternura de viejo.
HUMBERTO AK’ABAL
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