De cara a la pared

pared

De pronto despertábamos
sobresaltados: era la hora del temblor,
era la hora en punto de los rezos,
del grito ahogado entre las sábanas mojadas,
del llanto a oscuras, de la sed, del miedo.

Fuera se oían voces, carcajadas
estrepitosas, himnos feroces, explosiones,
súplicas apagadas por un motor en marcha,
carreras y disparos.

Nosotros, temblorosos,
arrebujados en la noche, insomnes,
vueltos de cara a la pared, sin atrevernos
siquiera a respirar,
no sabíamos nada, no entendíamos nada.

Eran, decían, los felices días
de la infancia.

Cuando bajan al trote los caballos al río,
cuando las campanadas penetran en nosotros
y hacen que, poco a poco, se iluminen los montes,
pienso en aquellos días y me parece un sueño.

Pero no, no es un sueño, aquello sucedió.

El rostro aquel que en el recuerdo gesticula,
la vieja con su vela, los pasillos tortuosos,
la habitación que daba al cementerio,
aquel caballo blanco comido por las moscas,
el niño sonriendo junto a su madre inmóvil,
son reales, están aquí, surgen de pronto
en el tiempo, en la noche, en el poema,
la noche aquella continúa, vuelven
las cosas negras del ayer.

Ya no rezamos, somos
demasiado mayores para llorar. Abrimos
de par en par las puertas; salimos al balcón.

Pero la lucha aquella no ha cesado. Aún, con saña,
Caín golpea a Abel. Y afuera -entre gastados
himnos, actos inútiles, frases hechas- aún suenan
los disparos, los gritos, y nosotros seguimos
como ayer, como siempre,
eternos castigados que no saben su culpa,
de cara a la pared,
de cara a la antiquísima pared.

RAIMUNDO SALAS